Si tenía razón Pío Baroja al decir que arte es el espíritu del tiempo reflejado en el espíritu del hombre, al pasear por Arco podemos concluir que el tiempo nuestro es aún peor de lo que parece. A Principios del siglo pasado, cuando Marcel Duchamp presentó su urinario bajo el título de “Fuente”, además de una grosería estaba anunciado toda una declaración de intenciones de la centuria: el arte se liberaba de la sumisión debida al bien, a la verdad y, sobre todo, a la belleza. La voluntad del artista prevalecía sobre el resultado e incluso sobre la realidad, algo muy celebrado pero que en su versión política tiene un marketing más deficiente, porque se llama totalitarismo. Negar las conexiones íntimas que existen entra las vanguardias artísticas y los fenómenos políticos del XX, es como atribuir a una coincidencia temporal la relación entre el Renacimiento y la Reforma.
Con todo, en aquella sopa de ismos al menos existía una auténtica contestación a unas estructuras corruptas. Pero hoy la transgresión se ha burocratizado, convertida en expresión oficial del Sistema, y se subvenciona una escultura de cartones que aspira a representar la contradicción del sexo y el género, con el mismo entusiasmo con el que el franquismo declaraba ‘La gran familia’ como película de interés general. Si existiera un artista verdaderamente transgresor le prendería fuego a Arco -e intentaría apagarlo con El Manantial de Ayn Rand-, o mejor, iría hasta el urinario de Duchamp para por fin utilizarlo como es debido. Esto último ya lo intentaron un par de chinos hace unos años, y la Tate Gallery -donde se exhibe el artefacto- se indignó mucho y lo protege ahora con una urna de cristal. En cualquier caso hay que ser prudente en estas actitudes provocadoras. Si uno es capaz de demostrar que lo hace como parte de una performance, puede esperar comprensión e incluso algún aplauso, pero si se demuestra que le guiaba una rebeldía íntima, reaccionaria, es muy probable que se acuerde de modo excepcional restablecer el tormento y el cadalso. En la defensa de sus templos, la modernidad se muestra mucho más implacable que un consejo de ancianos talibanes.
Por eso se suele decir en voz muy queda, mirando hacia los lados, que uno prefiere el Cristo de Velázquez al calcetín de Tapies, hay un comprensible miedo a que te señalen como disidente. Y sólo en la intimidad el reaccionario explica que el arte es la titánica pretensión de convertir en perpetuo el momento fugaz de la belleza. Una plegaria a la eternidad del instante.
Publicado en La Gaceta, el 20 de febrero de 2014