Contraportada de la segunda edición de La Calle de la Luna

C

Esta novela es el homenaje a una música y, a través de ella, un viaje (en los dos sentidos) a otra época: los últimos ochenta y los primeros noventa. Es un homenaje, por tanto, con contrapuntos y contrabajos, como tiene que ser. Aquella música era pegadiza (y pegadora) y nos llevaba en volandas. Lo prodigioso de la prosa de Kiko Méndez-Monasterio es que produce el mismo efecto.

Nos lleva, sí, pero ahora de vuelta. Yo, entonces, ya notaba la divergencia entre los argumentos tan malotes de aquellas canciones y mi vida de universitario más o menos bueno. En cambio, Luis Peralta, protagonista de estas páginas, vive las letras al pie de la letra, aunque tanta autenticidad sea sólo un pretexto para desenmascarar al joven sensual, desde luego, y sensitivo, por supuesto, pero sobre todo vergonzantemente sensible, que va descubriendo -descubriéndonos- los destellos de poesía escondida entre el martilleo de las baterías.

Mientras, Peralta se deja llevar y a nosotros nos lleva, de vuelta, a una época en la que pudimos cruzarnos con él mil veces en un bar o en una fotocopiadora. Es posible, incluso, que le dejásemos, a regañadientes, nuestros apuntes de Canónico o que nos birlase una novia, y cuánto se lo agradecemos ahora. A cambio, Luis Peralta -o Kiko Méndez-Monasterio- nos ha dejado la agridulce melancolía de una juventud milagrosamente recuperada, cuya música ni volveremos a perder ni volverá a perdernos.

Enrique García-Máiquez

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KIKO MÉNDEZ-MONASTERIO

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