Prologo a la segunda edición de La Calle de la Luna

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Se titulaba El final de las melodías.

Pero mi editor opinaba que la palabra melodía estaba muy manoseada, quizá con buen criterio. Se llamaba el final de las melodías porque la novela trata de ese momento en el que la música se acaba, que es un instante vacío y tristón, sobre todo para aquel que se ha empeñado en estirar la noche. Ahora queda todo lejos, pero creo que entonces aspiraba a pintar algunos matices en el lentísimo madurar de esa generación que está en medio de todo, a caballo de milenios, entre la caída del Muro y el colapso de las Torres. Sólo matices, pinceladas, nada demasiado ambicioso, pero que sí fuese suficiente para contemplar algunos personajes de una juventud extraña -por pacífica- en un tiempo en el que no pasaba casi nada, porque la historia parecía haberse detenido justo antes de volverse loca otra vez, como siempre.

Releída ahora, me asalta todavía más pudor que entonces, supongo que porque no queda ni rastro de elegancia o contención en adolescencias que se alargaron en exceso, y porque me empeñé en escribirla en un tono oral que a veces chirría más de la cuenta. En mi descargo diré que no era una pose de original vanguardia, sólo la pretensión de trasladar un ambiente donde las convenciones eran nuevas, y las señoritas de familia bien utilizaban expresiones que habrían hecho enrojecer a los arrieros de otro siglo.

 La excusa es la música, quizá porque había que encontrar algo que envolviera el Madrid de los noventa que no fuera la contaminación. Y puede que la novela no quede del todo vieja porque la mayoría de esas canciones se siguen escuchando, porque los grupos musicales de entonces han vuelto a reunirse y a tocar en directo, probablemente porque ya no les llegan los derechos de autor. Y sus letras, que antes incomodaban por procaces, ahora las utilizan para la función de Navidad de los colegios. Pero no encontrará aquí el lector un paseo erudito por el pop, tampoco una celebración de la juventud ni una proclamación de la primavera. Es sólo la historia de Luis Peralta, y suyas son las reflexiones, a veces demasiado cínicas, sobre su tiempo y sus ciudades. Claro que hubiese preferido escribir el guión de La la land. Mi madre también lo habría preferido. Pero a Peralta le pegaba más leer a Houellebecq que ver las reediciones de la bohemia de Murger que hacen Hollywood y la sacarina. Él se lo pierde.

 Debo dar las gracias a Abel Feu y a Enrique García-Máiquez, que han hecho posible esta segunda edición, y contribuyen con ello al tratamiento al que me someto para superar demasiados años inmerso en el periodismo, que es un atmósfera bastante tóxica para la literatura. No he querido cambiar ni una letra, más por pereza que por autenticidad, pero pienso que, bajo la cita de Mishima que precede al texto, no hubiese venido nada mal añadir un escolio de Nicolás Gómez Dávila: “Sólo una cosa no es vana: la perfección sensual del instante”

Kiko Méndez-Monasterio

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KIKO MÉNDEZ-MONASTERIO

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