John Riley, soldado de San Patricio

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Nació en 1805 en Clifden, una pequeña ciudad en el oeste de Irlanda que, como tantas, se moría de hambre a principios del siglo XIX. Probablemente por eso se fue Riley a América, aunque ahora los habitantes de Clifden pueden contemplarle de vuelta, en forma de busto, y una vez al año le rinden honores izando la bandera mejicana, para perpetuar la memoria de uno de sus vecinos más ilustres. Afortunadamente, al ser irlandeses, no disminuye su cariño el saber que murió a causa de una borrachera, en Veracruz, en 1805.


Durante un tiempo su suerte fue alimento de leyenda. Algunos contaban que al acabar la guerra se casó con una rica mejicana, fundando con ella una gran familia; otros aseguraron que había vuelto a su amadísima Irlanda, algo creíble, ya que en realidad la verde Erín fue suúnica bandera, y parecía lógico que después de tanto sufrimiento quisiera verla por última vez. Luego los historiadores hicieron su trabajo, acabando, como casi siempre, con la posibilidad siquiera de imaginar finales felices. Rescataron un certificado de defunción expedido por un párroco de Veracruz, en el que se dejaba constancia que Juan Riley había muerto en esa ciudad mejicana, sin sacramentos, ni parientes conocidos, ni más compañía que la de las botellas. En el documento, el sacerdote literalmente escribe: “murió como consecuencia de la embriaguez”.


¿Y por qué importaba tanto conocer el final de ese borracho? Pues porque no hacía mucho que le habían celebrado como un héroe en todo Méjico, cargándolo de medallas y reconocimientos, casi tantos como juramentos de venganza le lanzaban los estadounidenses.


Antes Riley era sólo un anónimo oficial del joven ejército yanqui, y todavía antes un simple inmigrante irlandés que, como tantos, buscaba fortuna en el Nuevo Mundo. Su valía militar le hizo ascender hasta teniente del quinto regimiento de la infantería gringa. Pero Riley era católico -como muchos de sus hombres, también de ascendencia irlandesa- y no podía acostumbrarse al trato que su ejército dispensaba a la mayoría católica que habitaba Texas, convertidos en ciudadanos de segunda, y víctimas de todos los excesos. Sucedía además que Riley y sus hombres compartían el culto religioso con aquellos hispanos desposeídos, y que los mandos castigaban por ello a esos soldados capaces de mezclarse con el populacho, que parecían más fieles a Roma que a la Unión.


Harto de abusos y persecuciones, Riley desertó junto a varios de sus hombres para unirse al ejército mejicano. Lo hizo muy poco antes de que el Congreso de la Unión declarara la guerra a su vecino del sur. Para explicar el origen de esa contienda, evitando largas disquisiciones históricas, quizá bastan las palabras de Ulysses Grant, el hombre que derrotó a Lee en la contienda entre estados y que llegaría a ser presidente de su país.  “No creo que haya habido una guerra más injusta como la que Estados Unidos le hizo a Méjico” dijo Grant, y el caso es que esa creencia arraigaba entre la tropa de origen irlandés, que empezó a desertar en masa para unirse a Riley. Así nació el Batallón San Patricio, unidad compuesta no sólo por irlandeses, que aunque fueran el núcleo más numeroso compartieron su bandera con escoceses, polacos, italianos y hasta algún español, unidos todos por el catolicismo y el horror que sentían ante aquella guerra injustificable.


Riley y los suyos no habrían pasado de la anécdota si no fuera porque se distinguieron heroicamente en los combates, siendo una de las unidades que más bajas le hizo al enemigo en las batallas de Monterrey, Angostura y Churubusco. Después de la derrota en esta última, muchos de ellos fueron apresados por las tropas de la Unión, que quisieron hacer un sonoro escarmiento con sus antiguos soldados. Todos fueron marcados a fuego con la D de desertor y recibieron cincuenta latigazos. A Riley le incrementaron los azotes y le grabaron la letra dos veces. No le ahorcaron -porque su abandono del ejército gringo se produjo antes de ser declarada la guerra- pero le obligaron a mirar la ejecución de todos sus compañeros. Mientras, a ellos les hacían contemplar -como última visión de este mundo- el izado de la bandera de la Unión en la capital mejicana.


Después a Riley se le pierde la pista, y es donde empezaban las leyendas bonitas, las que imaginaban un final más digno para aquel soldado que se atrevió a elegir el lado justo de una guerra. Pero ni siquiera la mezcla de whisky irlandés y tequila mejicano es capaz de empañar la nobleza que se advierte en su fracaso.

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Publicado en La Gaceta, el 17 de mayo de 2018

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Por Kiko Méndez-Monasterio
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