Superadas las profecías mayas sin más cataclismos que los acostumbrados, ahora se renuevan y agitan los climatólogos apocalípticos, que es la última versión del milenarismo pagano, siempre de moda en los mundos sin Dios, quizá porque es más fácil temer la posible extinción del todo antes que enfrentarse a la seguridad de la extinción propia, que esa sí que es una certeza tan incómoda como inapelable. Pero las catástrofes que preconizan los augures, sin embargo, apenas llegan al horror del fin del mundo que ya vivió el planeta el siglo pasado, donde dos guerras con vocación universal devastaron todo lo hasta entonces conocido, y se acompañaron de epidemias, hambrunas y totalitarismos que nos regresaron al tiempo de los aztecas, donde no había noticia de la dignidad o de la redención del hombre.
El siglo XX, en cifras y sufrimiento, fue lo más cercano al apocalipsis que podemos imaginar, y aunque ahora hagamos memoria de batallas y generales, y pongamos estúpidamente etiquetas de buenos y malos, aún estamos muy lejos de comprender el padecimiento de millones de nuestros semejantes, de la gente normal que en cualquier rincón de Europa aspiraba sólo a ganarse la vida y dar de comer a su familia, y que de pronto se vieron arrastrados en ese huracán de odio e ideologías, en el infierno que desataron sobre el mundo los sembradores de utopías.
Virgil Gheorghiou, sacerdote ortodoxo y escritor rumano, sobrevivió a aquellas guerras pasando por más de un campo de concentración. Suyo es un título imprescindible para entender este tiempo nuevo, que él no pensaba que fuera el previo al apocalipsis, sino justo el posterior. Por eso su novela se llama La Hora 25.
El sufrido protagonista de un texto a la vez triste y luminoso es un hombre corriente -cualquier europeo de los años treinta-, que refleja el calvario de los inocentes, y como millones de ellos vivieron su particular fin del mundo. La novela se hace actual porque es un antídoto contra cualquier totalitarismo, y porque otra vez los hombres corrientes están amenazados por los forjadores de pesadillas. Es muy inútil temer a las grandes catástrofes climatológicas, sin entender antes que hace tiempo que superamos a la naturaleza en nuestra capacidad para el horror.
Publicado en La Gaceta, el 14 de marzo 2014