Desde esa computadora homicida llamada HAL -protagonista de 2001 Odisea en el espacio- hasta el mundo terrible de Matrix, donde los humanos son sólo el alimento de la tecnología, se pueden encontrar un buen puñado de películas, algunas excelentes, que representan a los ordenadores como peligrosos enemigos de lo humano, capaces de aniquilarnos utilizando a cibernéticos gobernadores de California -que de eso trataba Terminator- o de reducirnos a la esclavitud como en Yo, robot. La temática, más o menos conseguida dependiendo del título, se aprovecha de un miedo fácil de extender, porque se basa en la creciente cantidad de decisiones que hoy confiamos a los amasijos de cables, chips, satélites y programas informáticos, tan presentes en nuestra vida como absolutamente extraños para la mayoría de nosotros.
En Juegos de Guerra, una cinta de culto del cine adolescente de los ochenta, las autoridades americanas deciden entregar el sistema de misiles nucleares a un gran ordenador, para asegurar la capacidad de respuesta ante un eventual ataque ruso. Lo curioso es que en la realidad se sopesó esta solución, porque varios ejercicios demostraron que casi la mitad de los responsables de apretar los botones rojos dudarían o se negarían a hacerlo en el momento crítico. A pesar de eso, y afortunadamente, ni americanos ni soviéticos llegaron a eliminar el factor humano en la toma de decisiones.
El teniente coronel Stanislav Petrov fue uno de los que en aquellos tiempos tenía que decidir. El 26 de septiembre de 1983 se encontraba al mando del Serpujov 15, un búnker a las afueras de Moscú donde se centralizaba la información procedente de los sistemas de alerta de la URSS, es decir, el lugar donde comenzaba el mecanismo de respuesta ante un ataque nuclear. En ese momento, la guerra no tenía nada de fría. Reagan había terminado con la actitud sumisa de sus antecesores, poniendo fin a las concesiones hacia el monstruo comunista. Los rusos creían al vaquero capaz de todo, y sospechaban que las maniobras de la OTAN en aquellas fechas escondían la planificación de un ataque real. Además, el primer día de ese septiembre los cazas soviéticos habían derribado un Jumbo surcoreano que sobrevolaba por error la península de Kamchatka, y en el que viajaba un congresista norteamericano.
Ese era el escenario internacional, cuando en Serpujov 15 sonó la alarma: un satélite ruso detectaba el lanzamiento de un misil desde territorio estadounidense. Cuando Petrov estaba tratando de comprender qué demonios significaba eso, los sistemas alertaron de un segundo lanzamiento, y en pocos minutos aseguraban que ya eran cinco los misiles nucleares que habían despegado desde Estados Unidos. Si Petrov se hubiese conducido como una máquina habría activado el protocolo de respuesta, pero el militar soviético se negó a creer que los americanos estaban lanzando un ataque con sólo cinco misiles. Sabía que si Reagan decidía desencadenar una guerra termonuclear dispararía centenares de ellos, por eso decidió faltar a su deber inmediato y, en vez de informar de un ataque, avisó a sus superiores que se estaba produciendo un fallo en el sistema de alertas. Todavía pasaron cinco minutos hasta que se demostró que su intuición había acertado, que todo se debía a una extraña conjunción de factores astronómicos y atmosféricos, y que por supuesto no había ningún misil en el aire. El asunto ahora se conoce como “el incidente de equinoccio” y para Petrov, además de hacerle perder su destino, le supuso un largo periodo de insomnio. Sólo muchos años más tarde, ya derribado el Muro de Berlín, alguien se acordó de ese militar retirado que se negó a iniciar una guerra nuclear sólo porque se lo exigía una máquina.
Nació en 1939, cuando la URSS invadía Polonia con un ejército en el que él, mucho más tarde, llegaría a ser teniente coronel. Enviudó después del incidente, así que su segunda esposa no tenía ni idea de lo que estaba pasando cuando desde distintos lugares del mundo le llamaban para hacerle homenajes, desde el senado australiano hasta las Naciones Unidas. “¿Que has hecho?”, le preguntaba su mujer. “Nada, no hice nada”. Afortunadamente.