Joseph Roth: el santo bebedor

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Afirmó a sus amigos que las mejores ideas literarias le asaltaban en los momentos de embriaguez, incluso pretendía ser capaz de demostrarlo: “si queréis os enseño todos los buenos pasajes de mis novelas y os digo a qué bebida debo cada uno de ellos”. Se había enamorado del alcohol tras la guerra del catorce, a la que acudió de voluntario para defender la única patria que sintió suya, la monarquía austriaca. Por eso mismo, tras la derrota, se nacionalizó en la nostalgia de un tiempo que no habría de volver:  “esa guerra que llaman mundial no porque la haya hecho todo el mundo, sino porque en ella todos perdimos nuestro mundo”.

Durante un tiempo quiso creerse la utopía soviética, quizá porque prometía un futuro sin naciones. Ya era un periodista consagrado y firmaba sus reportajes como “Joseph el rojo”, mientras recorría Europa como corresponsal. Hasta que llegó a Rusia y se curó para siempre de cualquier virus revolucionario. Fue el primero en vaticinar la caída de Trosky y el antisemitismo de Stalin, al mismo tiempo que la sombra de Hitler se alargaba hasta Viena. Nunca consideró su condición de judío más relevante que el color de su pelo, pero sabía que no era una excusa suficiente para los camisas pardas y se marchó a París,  mientras en Alemania se alimentaban la hogueras con sus libros. También es heterodoxa su reacción ante esa fogata, porque afirma que es necesario reconocer la derrota y cuando escribe “El Anticristo” -especie de catálogo de los horrores de su época-, no duda en incluir el sionismo junto a los nazis, el capitalismo salvaje y hasta la tecnología. Todo eso y más, según Roth, constituía la negación de los valores sobre los cuales se había construido la civilización europea.

Por aquel entonces su firma había variado, y ahora en vez de un color añadía a su nombre el empleo militar: Lugarteniente del Ejército Imperial. Se definía como “monárquico austriaco, conservador y enemigo irreductible de todo gobierno a la cabeza del cual se encuentre un pintor de brocha gorda”. Sin embargo en su exilio parisino no dejó de frecuentar los ambientes de izquierda, por bohemios, sin renunciar por ello a cierto dandysmo -bastón y monóculo- que había adquirido en su trato con la la antigua aristocracia del Imperio. Y todo ello, por supuesto, regado siempre con vino y con absenta, autodestructivo refugio de su pulsión artística. Stefan Zweig se ofreció a correr con los gastos de una rehabilitación, pero Roth adivinó otra intención en su amigo: “Claro, quiere pagar porque sabe que sin alcohol yo no escribiría una línea.”

Mirado de cierta manera el siglo XX fue lo suficientemente horrorso como para pasárselo borracho, y él ni siquiera abrigaba esperanzas en la capacidad regeneradora de la literatura:“Hay que escribir precisamente cuando uno ya no cree que se pueda mejorar nada por medio de la palabra impresa”. En esa época ya se había convertido al catolicismo, y alejándose mucho de los visionarios que quieren cambiar el mundo escribiendo un libro, quiso relatar él La leyenda del santo bebedor, un clochard de París que habita bajo un puente, a la orilla del Sena, y que se pasa los días tratando inútilmente de devolver una deuda contraída con Santa Teresita. Al fin muere en la iglesia donde se venera a la santa, creyéndola reencarnada en una angelical joven. “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.

No quiso la Providencia concederle ese ruego, y Roth moriría poco después atado a la cama de un hospital, preso de un delirium tremens. Eso sí, casi era igual de pobre que el vagabundo. A su entierro acudieron comunistas, monárquicos y reaccionarios, católicos, judíos, y hasta una representación de míseros alcohólicos, alemanes y polacos, a los que el escritor había ayudado con el papeleo que precisaba su exilio. Todos juntos hacían realidad la vieja Europa que añoraba Roth “cuando todavía no era indiferente si alguien vivía o moría”

Nació en Galitzia, en 1894, región que entonces pertenecía al Imperio astrohúngaro y hoy se reparten Ucrania y Polonia. Llegó a ser el periodista mejor pagado de Austria en la Europa de entreguerras y fue el excepcional cronista de un mundo que se había vuelto loco, como su padre, como su esposa, a quienes los nazis aplicaron la eutanasia por ser esquizofrénica. Murió en París a los cuarenta y cinco años, alcoholizado, empobrecido y católico. Antes nos regaló La Marcha Radetzky, Job, y La Leyenda del Santo Bebedor.

 

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Por Kiko Méndez Monasterio
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