No sé lo que me atrajo de ella. No lo sé. El ambiente, quizá… el perfume de hash que inundaba el café mientras llovía fuera; los jerseys gordos, calentitos, de dentro; las charlas adivinadas a media voz… Esas cosas, supongo, que flotan en el Alboka entre la cerveza y la coca-cola de la tarde.
Yo estaba, ya me conoces, en la mesa de la esquina, detrás de las escaleras… ella, delante de mí, cerca de la barra… Y hablamos… yo que sé por qué, porque tuve suerte, supongo. Alguna vez tenía yo que tener suerte.
Sonaba Clapton, wonderful tonight, pero aún no había anochecido… Primero hablamos de excusas para hablarnos más, que si tienes fuego, que si vienes mucho, que si me cuentas lo que estás leyendo… Se sentó, luego, a mi lado… y salimos de allí juntos.
Y todo ha durado tres semanas. Al principio muy intenso, algo inmaduro… adolescente. Llámalo vicio, o pasión, o soledad acumulada… Ilusión, yo que sé, de encontrar a alguien con quien hablar de todo… Hablar, escuchar, decir… y miradas cómplices de haber comprendido.
Ya no es como antes. Está en la universidad, sí, pero no es tan joven… Hace un doctorado, creo… no sé, de eso no me cuenta. La tarde de la que te hablaba, la primera, se puso un abrigo marfil con capucha y un bolso de tela, en bandolera, para irnos. Me gustó mucho vestida así… se le veía aún el jersey verde de cuello alto y lana gorda, que ocultaba un busto justo, sin las exageraciones de ahora… tan natural… Artificial sólo en algo, en la risa de fumar demasiado.
En casa, pues eso… ya sabes. Después se acercó al balcón mío, que se asoma a la plaza de Easo… Allí se quedó un rato… mirando. Yo me acerqué por su espalda y le abracé para protegerla del frío… sólo conmigo, con nada más, se protegía. «Me gusta la vista ésta… » porque se ven las montañas por encima de la estación.
Y todo ha durado tres semanas… Carne contra carne, besos rapidísimos y lentos, de todo tipo… En esto he descubierto que me ha desaparecido la impaciencia. Ya no me estremezco igual al roce de una mujer… ya es algo concertado de antes… previsible. Pero tampoco fue frío, aunque pretendiésemos los dos, sobre todo al principio, parecer muy experimentados, muy de vuelta. De amor no hablamos nada, menos mal. Hay palabras que, de ensuciadas, lo ensucian todo.
Nos reuníamos después de comer, en el Alboka, claro. Pasábamos un buen rato con un café y el humo aquél entre el que nos conocimos. Me presentó a sus amigos y yo a mis libros… De todos, y entre todos, nos entreteníamos charlando. Uno de ellos, de sus amigos, me dijo que leía a Verlaine, aunque no lo pronunciaba bien del todo. Me lo dijo al saber a lo que yo me dedico… aunque quizá es verdad que lo leía… y a Rimbaud… vete tú a saber. Eso acercaría el café aquél de Donosti, el Alboka, al París del otro fin de siglo, del que no vivimos. Le sobraba, eso sí, la música… demasiado sajona. Menos la tradición todo es siempre lo mismo… algo de plagio de la absenta, del ajenjo, tiene el hash.
Estaba ambientada nuestra conversación con el rumor de la gente. El ruido del café. Cucharillas tintineando un instante sobre platos o vasos, y el chasquido continuo de los mecheros… Quemaba ella, también, sobre su mano… mezclaba costo y tabaco para envolverlos luego, por fin… como nosotros… liados. Todo ese sonido hace los silencios más cómodos. Entonces le brillaban los ojos un poco más… a mí también, supongo. Era todo un ritual, me parece, para recrear la primera tarde, «el capricho sólo es perfecto un instante antes de poseerlo…» lo ha dicho ella. Que pasen lentas las horas, queríamos. Mirarnos y dejarnos atravesar por una ametralladora de sensaciones… ralentizadas, amplificadas… por el humo espeso del hachís y del tabaco.
Después nos escapábamos a casa… a la mía… Y otra vez. De mañana, muy temprano, se iba de mí y miraba, más allá de la plaza, el iluminarse de las montañas… casi desnuda, de pie. «Me gusta la vista…»
En un revoltijo de sábanas y charlas de café, en el Alboka, se me han ido tres semanas… y ahora, según lo escribo, se me vuelve amargo el recuerdo.
Yo estaba bien así, y ella también, creo… pero, qué quieres, tampoco sé… a veces uno ha nacido para pasear solo… O se me acabó la suerte. Un día ya no quisimos salir de allí juntos… a la vez nos excusamos, torpes, los dos.
Destruimos, siempre, lo bello. Por querer poseerlo, lo matamos. Hoy, cuando se alejan en la memoria las imágenes de la pasión, o el vicio, o como sea que lo hayas llamado, me vuelve, más limpio, el recuerdo de la primera tarde… el peinado suyo, tan raro, que le afeaba un poco de espaldas, pero le iluminaba de frente. Le caía el flequillo casi hasta los ojos, curvándose al final, poco a poco, descansando y confundiéndose en unas cejas castañas, muy finas. Al mover la cabeza se balanceaba sobre sus ojos perfectos, y duraba el movimiento de péndulo unos instantes… me hipnotizaba.
No me creerás, pero no es literatura… de verdad… era hermosa. Aún la veo, entre el humo aquél lleno de sensaciones… Más que nada que yo haya visto, de verdad, era hermosa… De verde, y cubierta, después, con el abrigo marfil y la capucha… no me creerás, no. No vas a creerme. Qué más da. Qué más da todo.