Quince años sin Urquijo

Q

Era de madrugada, muy tarde, y hace ya muchísimo tiempo. Enrique Urquijo alternaba canciones con cabezadas de sueño en lady Pepa, un garito desclasado de Malasaña con vocación de museo de la bohemia, muy cerca de donde más tarde aparecería su cuerpo. Éramos sólo cuatro, más Isaac, que ponía las copas, siempre demasiadas. Con insistencia pueril, me esforzaba yo en despertar a Urquijo, en plan brasa permanente, por miedo a que se acabase la noche, para huir de los versos de Carlos Marzal que ya se asomaban a esa hora, “la fiesta se ha acabado,/ y aquí viene la luz, la vieja hiena”. Todavía se despertó una vez más la voz de los secretos, regalándonos una prórroga de corridos y rancheras, que al final parecía estar en ese tono más a gusto que en ninguno. Quizá porque es la música mejicana de los desperados, la misma que debía gustarle a Billy el Niño, y porque en Urquijo -al menos en sus ojos- había algo de pistolero adolescente, de los que se han sumergido demasiado pronto en pozos a los que nadie debiera siquiera asomarse. Cantó luego Agárrate a mí María, y después Un Mundo raro, y es verdad que el mundo de fuera, donde ya estaba amaneciendo, parecía un sitio extrañísimo, incapaz de comprender los acordes más sencillos.

Las canciones de Urquijo, como las de Antonio Vega, forman la banda sonora de un par de generaciones, y no es casualidad ese final prematuro de ambos, triste como sus pinturas de la realidad, que a veces parecían dos huérfanos de Dickens.

Es probable que ese chute de melancolía musical y de vacíos generacionales, a pesar de su calidad, no fuera especialmente beneficioso y sano para nuestras adolescencias alargadas. Dice Gomez Dávila que de los bajos fondos de la vida no se vuelve más sabio, sino más sucio. Pero en fin, tampoco vamos ahora a replantear nuestra educación sentimental, que tuvo sus motivos, aunque ya no los recuerdo.

Urquijo se quedó completamente dormido, justo debajo de un cartel asquerosillo en el que ponía Drogas no, y junto a una foto John Wayne portando un winchester que Isaac nunca quiso regalarme. Yo me fui casa huyendo de las hienas, tarareando una novela que no me salía de la cabeza, porque había estado sobre nosotros toda la noche. Al final la escribí, se llama La calle de la luna y prometo no volver a hablar de ella, pero es que ahora, quince años después de la muerte de Enrique Urquijo, me sigue doliendo no haber podido regalársela.

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Publicado en La Gaceta, el 14 de noviembre de 2014.

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Por Kiko Méndez-Monasterio
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