El novelista auténtico aspira a esconderse detrás de sus personajes, aunque hoy tantas veces el narrador se convierte en un patético comercial de sus historias, que a la vez son apéndices exagerados de su propia pose. Por eso Salinger no es “El guardián entre el centeno”, no es Holden Caufield, ese adolescente insoportable que le hizo famoso y al mismo tiempo tan desgraciado. Ni Cervantes es el Quijote, ni Tolstoi Ana Karenina; ni siquiera Joyce es Stephen Dédalus. Produce cierto sonrojo, por evidente, el explicarlo, pero es que al leer las decenas de obituarios sobre el escritor, tras su muerte hace pocos años, escandalizaba tanta identificación pueril entre el autor y la obra.
Otra cosa distinta es que en cada pincelada del pintor, o en cada corchea del músico, haya un pedazo del alma del artista, por supuesto, y al igual en cada letra y en cada personaje de una novela. En El guardián entre el centeno, Holden es capitán del equipo de esgrima de su colegio, al igual que lo fue Salinger en el suyo; también se parecen autor y protagonista en un cierto éxito con lo femenino. Frances Thierolf, que conoció a JD cuando era joven, cuenta que por aquel entonces el escritor ya afirmaba que algún día escribiría “la gran novela americana”. Por el contrario, Holden, su criatura, no aspiraba a nada de eso. En realidad no aspiraba a nada, es el personaje de toda la literatura universal que más merece un bofetón con la mano bien abierta, porque su dolor, su angustia, su melancolía, es una gran memez, sólo que amplificada por el eco del vacío donde resuena, porque nadie le responde. Así que Salinger no está retratando a su generación, y esta es la clave, sino a las siguientes, las que no hicieron la guerra, las mimadas hasta el extremo, las que estallan en el 68 porque sus padres -que han contemplado Hiroshima, el gulag y Auschwitz- se sienten incapaces de educarles, quizá dudando de que una civilización que ha generado tal horror tenga legitimidad para continuarse.
También el joven Salinger sufre. Nace en una familia acomodada, judía por parte de padre e irlandesa-católica por vía materna. La madre adopta la religión de su marido y si fuésemos freudianos señalaríamos esa como la causa de la obsesión por las religiones del autor, que fue judío, cristiano, budista, y hasta coqueteó con la ciencieología y extravagancias similares. Pero quizá el tratar de encontrar respuestas se debe, simplemente, a una mente capaz de formular muchas preguntas, y que a la vez no puede olvidar “el olor a carne humana quemada”, como le confiesa a su hija. Porque resulta que Salinger no sufre, como Holden, porque el mundo de los mayores “no mola”, ni porque el universo no está pendiente de su acné. El sargento JD Salinger desembarcó en Normandía -llevando en la mochila, por cierto, una máquina de escribir- y el horror de contemplar y participar en esa guerra no es anecdótico para el artista.
Durante poco tiempo disfrutó de la fama de su primera y única novela, pero enseguida se dio cuenta de que el mundo moderno necesitaba deglutir al artista, que la industria literaria se consolida sobre el consentimiento de la antropofagia, y que el menú siempre es la intimidad del escritor. Lo demás es bien sabido, su reclusión absoluta, y la mitología que se va creando sobre El guardián entre el centeno, porque lo leen con gusto, por igual, los asesinos desequilibrados, las estrellas de la música, y la gente corriente.
Y ahí reside la genialidad trágica de Salinger: en descubrir que hay algo en el espíritu de nuestro tiempo, como en el de Holden, que quisiera ceder a la tentación de no existir.
Nació en Nueva York en 1911, escribió varios cuentos y una única novela, El guardián entre el centeno, que sólo en España ha vendido más de ocho millones de ejemplares y que cada año continúa editando centenares de miles en el mundo. “Sólo te inmiscuirás en el arte si piensas dedicarte a él monásticamente”, escribió, y ya todo el mundo sabe que siguió su premisa hasta morir.