León Bloy, entre escritor y profeta

L

Es la voz que clama en el desierto de la literatura moderna, y resulta bastante más recomendable silbar alto, fingiendo que no le oímos, porque detenerse en Bloy es correr demasiados riesgos, poner en peligro nuestra paz cómoda y burguesita, donde la única preocupación del escritor es hallar el siguiente adjetivo. A Bloy le importa un ardite la paleta de grises donde los literatos domesticados y sumisos mojan el pincel de su ignorancia y de su miedo. En este extravagante francés, con gotas de sangre española, todo es blanco o es negro, porque si Huysmans andaba a trompicones detrás de la Belleza hasta conseguir salvarse, Bloy se arrastraba detrás de la Verdad, y ése es un peregrinaje dolorosísimo para el alma de un artista. “Si el Arte está en mi equipaje, peor para mí”, escribe, y luego se da a sí mismo sobrenombres terroríficos, todos ellos acertados, que sólo en eso se quedó corto: “El mendigo ingrato”, porque más que pedir dinero lo exigía, como si todos tuviesen el deber de socorrerle; “El invendible”, porque se ganaba a pulso el despido de todos sus trabajos, criticando con ferocidad a los poderosos de la cultura, la religión y la política; “El Peregrino de lo Absoluto”, porque no se conformó nunca con las pequeñas certezas que a la mayoría nos bastan, porque no estaba dispuesto a transigir ni a tolerar: “Todo lo que no es estrictamente, exclusivamente, rematadamente católico, debe ser echado a la basura.”

No siempre pensó así. Hijo de un masón, anticlerical y volteriano, el catolicismo devoto de su madre no fue suficiente para dar continuidad a la fe infantil, y coqueteó con la Comuna y la revolución, obsesionado, según decía “por combatir a Cristo y a su Iglesia” Había ido a París a buscar verdades absolutas en las letras de Rimbaud, de Verlaine, de Barbey de D´Auverilly. Prefirió a este último sobre todos los demás, y en 1867 se cruzó con él, iniciando lacónicamente su amistad: “¿Qué quiere, joven?” “Contemplarlo, señor”. Y D´Auverilly -dandy, católico y monárquico-, consintió en ser contemplado, haciendo de ese extraño joven su secretario, y en poco tiempo Bloy se había convertido violentamente al catolicismo.
No siempre la religión trae sosiego y paz. Bloy aprendió latín, se echó al bolsillo la vulgata, y ya no descansó nunca, agitadísimo siempre entre la fe y la noche oscura, entre la vocación de artista y la de profeta.

Apasionado, vehemente, quiso rescatar a una prostituta y convertirla a la vez que la hacía su amante, una relación mucho más que tormentosa, con delirios místicos que acabaron con Bloy en la Trapa y la chica en el manicomio. Ella moriría encerrada, pero el prior benedictino devolvió al escritor al mundo, y tardó poco en convertir a otra mujer -una protestante danesa-, esta vez para hacerla su esposa. De sus cuatro hijos dos morirían muy pronto, víctimas de la miseria del matrimonio, de la incapacidad de Bloy para todo lo material. No era cómodo para nadie. Criticaba con la misma ferocidad a los judíos y al antisemitismo, a los burgueses y a los obreros, a la ciencia, al progreso, a la democracia, a Tolstoi (“célebre cretino moscovita”) o a Dante (“pensador nulo con alma de periodista teológico”); tronó contra Alemania, contra Inglaterra (“cuantos más ingleses revienten, más resplandecerán los serafines”, contra Dinamarca, el país de su esposa (“una nación que no quiere saber nada de María y que en mayo no tiene flores”); vociferó sin piedad contra el optimismo aburrido del católico y la utopía absurda del socialismo… En fin clamó contra su mundo y su tiempo, convencido de que toda la verdad se agotó tras la Edad Media, y que la suya era “una sociedad sin Dios”. “ Ya sólo espero a los cosacos y al Espíritu Santo”.

Uno quisiera saber, o al menos creer, que Bloy estaba equivocado. Dormiríamos mejor, viviríamos más alegres. Pero en cuanto te descuidas te asaltan sus palabras como latigazos. “Solo hay una tristeza, la de no ser santos”.

Nació en Périgord, en 1846. Aunque aún hoy sigue siendo un escritor maldito y minoritario, su obra es de una influencia extraordinaria y empapa en literaturas tan distintas como la de Junger, Borges, Rubén Darío, Celine, Castellani o Kafka. Uno de los teólogos mas influyentes del siglo pasado, Jacques Maritain, señala su obra como imprescindible en su proceso de conversión, y el mismo Bloy sería su padrino de bautismo. Escandalizó a su tiempo con novelas como “El desesperado”, o “La mujer pobre”, para luego morir, también paupérrimo, en 1917.

ETIQUETAS

Por Kiko Méndez-Monasterio
KIKO MÉNDEZ-MONASTERIO

MÁS RECIENTE

ARCHIVOS

CATEGORÍAS